En un año se ha compartido en las redes sociales suficientes fotos como para levantar una columna de más de un kilómetro de altura.
Hay muy pocas fotos de Neil Armstrong caminando en la Luna. Para colmo, en tan solo una de ellas se le ve el rostro al astronauta. La razón principal es que era él quien llevaba la cámara portátil, y la recargada agenda para las dos horas de exploración no estipulaba que se la pasara a su compañero para posar y salir retratado. Así fue que Buzz Aldrin se llevaría las mejores fotos, las que lo hicieron famoso. Pero esto no significó mayor problema para su comandante que, con la sencillez de siempre, comentaría “[…] Buzz era el más fotogénico de la tripulación”.
Hoy en día, puede ser difícil de entender tal respuesta. Prácticamente no existe evento social, por más pequeño o grande que sea, que no quede registrado en fotografías o que alguien quiera quedar fuera de ellas. Aún para los momentos en que estamos solos, las cámaras vienen preparadas para facilitar los “selfies”, aquellos autorretratos que nos tomamos a brazo extendido o con la ayuda de bastones especiales. Basta que uno sonría o haga un gesto con la mano, para que el celular nos capture digitalmente en medio de cualquier actividad.
Según datos de Google, sus servidores han etiquetado en el transcurso de un año, por medio de su servicio Photos, la friolera de 24,000 millones de selfies. En una simple aritmética, vemos que a cada uno de sus 200 millones de usuarios le correspondería 120 selfies solo en este período. Esto no considera las fotos que pedimos que nos tomen o aquellas que tomamos a otras personas… ni las fotos que son tomadas sin pasar por Google.
Si bien antes eran el papel fotográfico y los álbumesel depósito de nuestras tomas, esto ha sido cambiado por “la nube”, las redes sociales y servicios de mensajería. Se estima que solo en el 2014, se compartieron en Flickr, Snapchat, Instagram, Facebook y en Whatsapp 1,800 millones de fotos. Esta es otra cifra astronómica difícil de asimilar, pero podemos decir que si las imprimiésemos todas y las apiláramos una sobre otra, tendríamos erguida una columna de al menos 1.3 kilómetros de altura repleta de recuerdos.
Este fenómeno no lo habrían visto venir ni los imaginativos escritores de ciencia ficción. Recién en la novela Homínidos (2003) de Robert Sawyer, encontramos personajes que transmiten constantemente lo que captan sus implantes, pero para ello deben vestirse con ropa llamativa y recibir el nada halagador título de “exhibicionistas”. Un tratamiento menos negativo, al menos en un inicio, lo reciben las personas que por medio de la tecnología lo comparten todo, en el libro The Circle (2013) de David Eggers, próximo a ser película.
Evidentemente, la importancia que le demos a cada fotografía, o el tiempo que invertimos en generarlas, es un asunto personal. Las estadísticas no calibran la trascendencia o duración de los momentos que perpetuamos, por más efímeros que puedan ser. Pero en un mundo donde nuestras imágenes son tan habituales, es curioso notar que esto no era así en la antigüedad: la cámara fotográfica no aparece hasta el siglo XIX. Es más, el espejo de vidrio no lo hace hasta el Renacimiento, primero como un artículo de lujo. Con lo cual podíamos decir que justamente, lo menos usual en la historia habría sido ver nuestros propios retratos, tan abundantes hoy en día.