Un reciente artículo en la revista The Atlantic nos revela cómo en sus inicios la recién creada arma contó con un sutil manejo de Relaciones Publicas.
Las constantes tensiones en la península coreana, cortesía del dictador Kim Jong-un, no dejan de recordarnos el peligro de las armas nucleares. El poder devastador de estas, una sola es capaz de arrasar con una ciudad en cuestión de segundos, las convierten en piezas vitales del ajedrez geopolítico.
Por ello, desde la administración Clinton, el gobierno de Estados Unidos ha intentado infructuosamente evitar que el reino ermitaño obtenga esta clase de poder. Mejor suerte tuvo al contener el programa nuclear iraní mediante sanciones económicas, manejos diplomáticos y hasta con un sabotaje cibernético a sus plantas de procesamiento de Uranio. Pero en ambos casos hablamos de negociaciones que han durado años, y esto ha sido así debido a que construir una bomba atómica implica, justamente, años de un esfuerzo continuo, científico y tecnológico.
Para construir la primera bomba atómica, Estados Unidos creó el proyecto Manhattan. En su momento fue uno de los mayores de la historia, tanto así que cuando luego se plantearían el proyecto lunar Apollo, Manhattan era una referencia en cuanto a tamaño y escala. A pesar de haberse realizado en secreto, comprendió el trabajo coordinado de más de 130,000 personas, entre ellas científicos e ingenieros que debían resolver problemas nunca planteados antes: cómo trabajar con los isotopos, cómo iniciar la reacción en cadena en el núcleo de la bomba, qué masa mínima debería tener… Conscientes del impacto del proyecto, el gobierno encargó que se escribiera un reportaje del mismo: El Reporte Smyth. Publicado pocos días después de Hiroshima y Nagasaki, se convertiría en un best seller traducido a más de cuarenta idiomas.
De la controlada narrativa del libro, uno de los mensajes resaltantes era que la bomba atómica era un producto de los físicos. Todos recordamos que el “padre de la bomba” es el físico Robert Openheimer, que llegaría a decir de sí mismo que se había convertido en un “destructor de mundos”. También la asociamos con el físico Albert Einstein, cuyas ecuaciones poco tuvieron que ver con lo que se hacía en el proyecto Manhattan. Y es que los químicos, a pesar de haber realizado un aporte fundamental, fueron relegados a tal nivel que uno de ellos le reclamó al autor del informe, el doctor Smyth, quién era un físico.
La historiadora Jimena Canales, en su artículo para The Atlantic, llama la atención sobre este hecho y lo explica: los oficiales americanos no querían que las nuevas bombas estuvieran ligadas de ninguna forma con la guerra química y biológica. Así de simple. Había que cuidar la imagen de la nueva arma de destrucción, por más destructiva que esta pudiera ser, así que los químicos debían quedar al margen.
Las armas químicas, luego de su uso en la Primera Guerra Mundial, marcó lo suficientemente la siquis europea como para que su uso fuera vetado por la Convención de Ginebra (1925). Es curioso notar que a pesar de lo sangrienta que fue la Segunda Guerra mundial, el uso de estas armas fue muy limitado.
Por ello, mediante un esfuerzo de relaciones públicas, se buscó evitar hablar de cualquier asociación entre las sustancias radiactivas (que producen las bombas atómicas) y los gases venenosos. No solo eso, Stymson busca presentarla como un arma especial, que implica “una nueva relación del hombre con el universo”, probablemente en referencia a que desencadena el poder del átomo.
Pero disminuir la participación de los químicos en la producción de las bombas no fue el único esfuerzo para hacer más amigable este tipo de artefactos. Desde 1961 y por poco más de una década, existió el Proyecto Plowshare para buscar formas de aprovechar las explosiones atómicas con objetivos pacíficos. Por ejemplo, para remover enormes cantidadas de terreno, crear una bahía artíficial, en la minería… Una pena que la temida radiación, imposible de ocultar en la práctica aunque quiza sí de los libros, fuera uno de los factores que impidieron continuar con estos planes.
Hoy existe un Tratado de No proliferación Nuclear, en él la mayoría de los países se comprometen a no crear jamás este tipo de armas (Corea del Norte se retiró de este tratado). Luego de siete decadas tras las explosiones sobre Japón, estamos muy lejos de los días en que se buscaba mejorar la cara al poder devastador de las bombas atómicas.