Este 6 de abril se cumplen veinticinco años de la partida de uno de los grandes de la ciencia ficción y de la divulgación científica, un autor que ha influenciado a generaciones de lectores y escritores.
Con sus abultadas patillas blancas, lentes de armazón oscura y camisa abotonada hasta el tope, Isaac Asimov luce confiado en innumerables portadas y contraportadas de libros y revistas. ¿Cómo no estarlo? Como autor su nombre figura en centenares (sí, cientos) de obras, que abarcan tanto la ficción como la divulgación de temas tan variados como los láseres, la fotosíntesis, la historia de la Biblia o la del Imperio Romano.
Es difícil de imaginar una biblioteca sin algún texto de este carismático pero inmodesto personaje. En mis años universitarios me di el trabajo de buscarlo en el catálogo de diversas facultades y siempre estuvo presente en todos. Como también lo estuvo en mi infancia, con sus gruesos tomos de “Introducción a la Ciencia 1 y 2”, “¿Hay alguien ahí?”, “Cien preguntas sobre la ciencia” o varías de sus novelas, las cuales recuerdo y revisito con cariño. Y es que este doctor en bioquímica, por la universidad de Columbia, no podía dejar de estar aprendiendo para luego escribir al respecto.
Nacido en 1920, Asimov llegó a los tres años de Rusia a New York, en dónde vivirá la mayor parte de su vida. Trabajó en la tienda de dulces de su padre, que durante la época de la Gran Recesión ayudaría a subsistir a toda la familia. Allí descubrió la ciencia ficción, que en ese entonces aparecía en las revistas baratas que vendían. Debió estar encantado con el género que luego le daría fama, porque escribe sus primeras historias a los once años y empieza a cobrar por ellas a partir de los diecinueve.
Tras haber realizado diversas investigaciones en el campo de la química y haber sido profesor universitario, a los treintaiocho años se convierte en escritor a tiempo completo. Y es que tuvo que elegir, según él mismo cuenta, entre ser un excelente escritor científico (¿ya hablamos antes de su modestia?) o un mediocre investigador. Podría decirse que el mundo académico premiaría está decisión, dándole luego catorce doctorados honorarios a lo largo de su trayectoria.
A partir de entonces, en jornadas de ocho horas diarias, saldrán de su máquina de escribir los tomos que conformarán su obra. Escribió infinidad de cuentos y novelas acerca de robots y el futuro, siendo el universo de “La fundación” su magnum opus, que inicia como una trilogía sobre la historia del Imperio Galáctico, del cual cubre un periodo que se extiende por miles de años. Para esta, los organizadores del prestigioso premio Hugo crearían en 1966 un premio especial: el de la “Mejor serie de todos los tiempos”.
Curioso que el hombre que escribía historias que abarcaban la galaxia entera y hablaba de viajes interestelares, tuviera un gusto declarado por los espacios cerrados (agarofilia) y miedo a volar. Solo viajó en avión dos veces en su vida. Por ello, sus trayectos fuera de casa no duraban más de un día, para que pudiera salir y volver en carro.
Si bien nos dice en sus memorias que hubiera preferido morir frente a su máquina de escribir, una transfusión de sangre le infectó de VIH y se lo llevó prematuramente a los 72 años. En las mismas memorias, frente a la visión de su mortalidad declara que “No espero vivir para siempre, no me aflijo por ello, pero soy débil y me gustaría ser recordado eternamente”. Es probable que este deseo se haya proyectado en el volumen de su trabajo.
Hoy su nombre ya no pertenece solo a las portadas de libros y revistas, sino también a numerosas escuelas alrededor del mundo e incluso a objetos más allá de la Tierra. Tal como sucede con el cráter Asimov, ubicado en la superficie de Marte, al cual hombres del futuro, de los que él escribía tanto, podrán algún día hacerle una visita.