Es sabido que en el teatro de la antigua Grecia, algunos escritores hacían uso de cierto recurso narrativo para cerrar su historia de manera positiva: en plena ejecución de la misma, un actor personificando a un dios era depositado en medio de la escena mediante una grúa para «arreglar» la situación, por ejemplo, resucitando mediante su toque divino a nuestro héroe (que había entregado su vida como único acto posible y bueno) o salvando a la heroína del peligro que la acecha. Supongo que de esta manera, buscando un final feliz pero algo forzado, se evitaba que los habitantes de las polis lanzasen objetos al escenario o iniciasen una nueva guerra de Troya; sin embargo, muchos literatos de la época criticaron tales artilugios y hasta hoy en día se usa la expresión «Deus ex machina» (“dios surgido de la maquina”, en latin, en donde la maquina es justamente la grúa) para señalar la manera poco “natural” en que una ficción toma esta clase de giro.
En la vida, más allá de las tablas, la participación de Dios en la experiencia humana ya sea a nivel universal o individual, es un debate que en mi opinión nunca ha terminado y que probablemente nunca lo haga. Para el creyente, la evolución de la vida en un planeta de cinco mil millones de años y a partir de materia inerte puede haber tenido un desarrollo natural pero sin lugar a dudas en alguna parte de este proceso, Dios ha intervenido de alguna forma; para el científico, esta participación no solo es indemostrable sino que para algunos un sinsentido, por ejemplo, Martin Gardner en su libro de divulgación «Izquierda y Derecha en el Universo» (1964) tacha de dios imperfecto a aquel que debe ir «corrigiendo» su obra a través del tiempo, un dios que al descender repetidas veces a nuestro mundo nos recuerda al personaje griego antes citado.
La participación divina y la necesidad de invocarla a cada instante para que el mundo funcione correctamente o de la manera en que deseamos, se ve cándidamente ilustrada en varios pasajes de la genial novela de Pat Conray, «The great Santini» (1976), como aquel en el que la esposa del piloto aviador del titulo se encuentra esperando junto a sus hijos a que el avión de este aterrice tras una larga jornada en el extranjero, mientras lo hacen, ella ordena que todos recen ave marías, pero luego estos ya cansados se quejan, a lo que ella piadosamente alega: «Si el avión de papá se estrella, nunca nos perdonaremos por no haber dicho ese Ave María extra», a lo que la hija mayor responde (quizá representando a la mayoría de lectores): “Realmente no creo que funcione de esa manera…”
En el plano personal, el orar a Dios nunca me ha sido ajeno y menos aún tras seis años de servicio en la que fue mi parroquia; sin embargo, me pregunto cuantas veces he deseado que algún dios de la maquina arregle una situación cuya solución o mejoría muy bien pudo estar en mis manos, esperando alguna acción mía, o bien debí asumir la realidad de que se encontraba en un estado irreversible y que no podía hacer nada; en ambos casos, la sola espera de una grúa ingresando en la escena no es lo mejor. Creo que en la mayoría de circunstancias, parafraseando a don Bosco, la oración debe ser el paso previo a la acción concreta y que al deux ex machina es mejor dejarlo para los malos libretos.