Si no te ha sorprendido nada extraño durante el día, es que no ha habido día”.
John Archibald
Lo sé, salvo en Bolivia, todo el mundo va a la playa y es de lo más común, no debería tratarse de un evento especial. Sin embargo, para mí era un lugar que rechazaba sin más, a pesar de que la última vez que había ido a una, la capa de ozono estaba enterita y se usaba menos cantidad de protector solar. Y es que hay marcas que perduran mucho tiempo, por ejemplo, conozco personas que no comen dulces “porque de niño las monjas me llenaron de dulces” o que no pueden ir al centro “porque de niño no me gustaba” (bueno, se trata de la misma persona, pero no diré su parentesco para no ser infidente). En mi caso, negaba tajantemente ir a la playa, porque en casa había oído mil veces que no me gustaría. Estaba equivocado.
El mar te regala un conjunto de sensaciones difíciles de describir, que cambian según las horas y que no te pueden ocurrir en una piscina. Las olas, en su vaivén perpetuo, parecen jugar con uno que en la orilla espera deseoso a la siguiente entrega siempre distinta y a su propio tiempo. Llega como en una danza en la cual soy nuevo, no sé nadar, pero intento seguirla cada vez más alejado del borde donde empieza la arena húmeda. La brisa, frescura y transparencia del agua son deliciosas, mientras veo cómo el oleaje se rompe en espuma blanca y el sonido acompañante es rítmico.
Vuelvo algunos pasos, me siento y reto al agua a cubrirme, permanezco así por largos minutos.
(Confieso que en algún momento aparece ‘Bruno Rossi’ en mi mente, un personaje que estoy creando desde hace algún tiempo para una ficción que escribo, siendo él un físico respetable quiere que también tome sus impresiones, que mire cómo las olas son ondas mecánicas, cómo sus crestas se suman y sus valles se restan, que calcule cuántos kilómetros son necesarios para que un barco desaparezca tras el horizonte o que averigüe cuánta presión ejerce el agua sobre mí…. Ante tanta ‘marcianada’ lo callo en seco y prefiero volver, mejor pensar en “Los caballos de Neptuno” (de Walter Crane)
Al atardecer, aparece esa fantástica paleta de colores que no gusta de exhibirse al iniciar el día. Poco después, casi no hay gente al llegar la noche, el mar casi desaparece a los ojos en una masa negra, pero durante las siguientes horas nos llegará su ruido y algunos trazos, como pequeños hilos claros paralelos a la costa que existen por breves segundos. Los miramos sosegados.
Hago el firme propósito de volver, no sin antes revisar la pequeña lista de cosas que rechazaba sin pensarlo bien.
PS: Al regreso, sin darme tiempo a esquivarla, una pobre paloma se posó en la carretera para convertirse, casi de inmediato, en un sonido seco contra el carro y luego en una constelación de plumas flotando en el aire. Felizmente fue el único incidente, víctima de una jornada por lo demás estupenda, de una visita que terminó por aplacar un bloqueo de niño (aunque ahora quizá nazca otro con las aves).