Te he dado mi alma,
¡déjame mi nombre!
John Proctor, en Las brujas de Salem
Aún luego de cerrado el telón, el impacto de la vibrante obra permanecía en el ambiente, el público había sido golpeado cual diapasón por una puesta en escena conmovedora y por la sobresaliente actuación de un Paul Vega (John Proctor) cuya voz aún parecía resonar en el recinto. Terminamos abandonando la sala de manera casi reverencial ante tal experiencia vivida.
Las Brujas de Salem es, tras cinco décadas de haber sido estrenada, un clásico del teatro moderno; la galardonada creación de Arthur Miller (1915-2005) se escenifica en todo el mundo e incluso es motivo de estudio en varias universidades norteamericanas, esto debido a su innovación y por nacer como una referencia directa a las audiencias del senador McCarthy, que en plena guerra fría buscaba comunistas y confesiones forzadas entre las personas que trabajaban en los medios, escribiendo así un vergonzoso episodio para la democracia de su país.
La historia nos ubica en una comunidad de puritanos, colonos ingleses con una visión extrema de la religión, muchos de los cuales, y como era corriente en el siglo diecisiete, no diferenciaban el mundo corriente y cotidiano del llamado mundo invisible, aquél habitado por demonios y ángeles. Es así que un día, la hija del reverendo Parris (Mario Velázquez), un hombre codicioso y preocupado sólo en su bienestar y buen nombre, cae enferma y yace inconsciente en cama; en conversación con su sobrina Abigail (Melania Urbina) y otras niñas se revela que estas éstas han realizado actividades ocultistas en el bosque, por lo que éste decide llamar al bienintencionado reverendo John Hale (Rómulo Assereto), un autoproclamado experto en el tema para que le ayude a liberarla y encontrar a la persona que debe haberla embrujado.
El miedo a la presencia de brujas florece en el colectivo, y las acusaciones de las menores se multiplican peligrosamente, de una manera manipuladora, señalan a decenas de mujeres que morirán en la horca al menos que se arrepientan y a su vez acusen a otras personas que supuestamente han sido poseídas. Dada la paranoia supersticiosa existente, se establece un tribunal cuyo juez Harthome (Jorge Sarmiento) acepta el uso de “evidencia espectral”, misma que toma por válidos los testimonios del tipo “yo soñé que”, “yo vi la aparición de” o “sentí que tal persona era el demonio”, en teoría, los niños no mienten…
En medio de esta vorágine, el granjero John Proctor y su abnegada pero emocionalmente distante esposa Elizabeth (Noma Martínez) caerán en la red de acusaciones, que en este caso se complica dada la infidelidad en la que él primero cayó con Abigail algún tiempo atrás. Ambos deberán tomar decisiones individuales y de pareja, morales y prácticas, que forzarán los límites del sentido común y del instinto de auto preservación. ¿Se sumarán a la lista de más de una decena de muertos a manos de la “justicia” por ser acusados falsamente de brujos o dirán lo que se espera de ellos, condenando a otros para salvar sus vidas?
Aunque pueda parecernos sorprendente, los hechos descritos por Miller y estupendamente mostrados por el premiado director Juan Carlos Fisher, son tristemente reales. Lo ocurrido en aquella colonial Massachussets aún genera interés y conmoción cada vez que se revive, quizá se deba a la tendencia de la historia a repetirse, como lo hace en cada dictadura o extremismo religioso que aparece, y a que ciertas características nocivas del hombre, como el prejuicio y la manipulación, parecen nunca abandonarlo.