Pocas sensaciones me causan tanto gusto como el despegue, ya sea en un avión de pasajeros o en los debiluchos aparatos que vibran sin cesar como los que poblaban Collique u otros pequeños aeropuertos que he conocido. El sentir el vacío en el estomago, la libertad de moverse en todas las direcciones, ver las nubes pasar frente a uno me llenan de gozo. Momentos como el de mi papá haciéndose el dormido para que tome los controles o haciendo la mímica de hablar con torres de control inexistentes forman parte de esos momentos Kodak que uno fotografía en su mente por siempre. Por ello es que, siempre que se podía, viajaba con él a provincias en donde trabaja como piloto fumigador agrícola, para disfrutar de algún ferry (traslado de la avioneta de un valle a otro) por pequeño que fuera. Claro, que para ello debía soportar horas bajo el sol con los mosquitos azotándome, o levantarme a horas inhumanamente tempranas. Pero lo hacia con gusto, valía mil veces la pena; el único problema era que una avioneta fumigadora solo tiene un juego de controles y dado que dejamos de tener acceso a los aviones de paseo, la posibilidad de culminar un vuelo completo al mando se había desvanecido…pero parece que por suerte no del todo.
La última vez que viajé para acompañar a mi progenitor, bueno, confieso que no era la única motivación, fue cuando cursaba los primeros ciclos en la universidad; en esa ocasión, para suerte mía, un amigo suyo tenía su avioneta Piper Colt (¡con dos juegos de controles!) estacionada en Nazca y nos la prestó un buen número de horas, ¿podría haber alguien más contento que yo en esa provincia?, francamente lo dudo. Cogí una libretita, perdida ahora, y empecé a anotar mis horas de entrenamiento “formal” que llegaron a ser poco más de tres; habían pasado años desde los paseos en Collique, pero al final de ese viaje, completé aquel tramo que tenía pendiente desde tiempo atrás. Tras colocar el avión frente a la pista, con mi querido instructor empezó este tipo de dialogo: “¿alto o bajo?” (Pregunta él con firmeza, mientras la pista se acerca), “alto” (respondo casi gritando), “¿Qué esperas?” y acto seguido procedo a quitar la potencia sin que él tome el mando como otras veces. Segundos después, sobre la pista, espero sentir las ruedas sobre el asfalto, lo cual sucede…no una…sino varias veces, dado que mí primer intento distaba de ser perfecto, y rebotamos por un buen trecho repetidas veces. Lo había logrado, y durante un par de vueltas más aterrizaría de nuevo con mis manos y pies en los mandos, quiero creer que cada vez mejor.
En tierra, algunos pilotos comentaron mis aproximaciones a la pista y me dieron algunos consejos. Yo, por mi parte, estaba extasiado. Cerraba el círculo, había completado el circuito. Curiosamente hoy, muchos años después de estos eventos, las ganas y recuerdos ya no tan dormidos, hacen que me pregunte: ¿cuándo podré hacerlo de nuevo?
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PS: La avioneta de la fotografia es de una Piper Colt similar a la de mi experiencia en Nazca.