Cuenta William Shelton en su libro la “Historia de Cabo Cañaveral”, que en los años 50 era común que los lanzamientos terminaran en frustrantes bolas de fuego. Los cohetes tenían la odiosa costumbre de explotar, frustrando terriblemente a sus constructores. Pero cuando las cosas salían bien y el majestuoso aparato perforaba el cielo dejando una victoriosa estela, continúa Shelton. Algunas de las mujeres invitadas no podían reprimir las lágrimas, conmocionadas por el impresionante espectáculo de fuerza y energía. Un espectáculo que era totalmente nuevo por aquel entonces.
Pocas cosas han cambiado de la tecnología de esa época. Aún se necesitan enormes motores que consumen los grandes tanques de combustible. Tras cuarenta décadas de uso, este ruidoso tipo de máquinas estarán aún un buen tiempo más con nosotros, quienes solo podemos soñar con otros medios más cómodos para alcanzar el espacio; uno de mis favoritos, extraídos de la ficción es el ascensor espacial. Uno como el que es parte importante del libro de Arthur C. Clarke, “Fuentes del Paraíso” (1979), premiada con el prestigioso Hugo.
Imaginemos una torre lo bastante alta como para que pueda conectarse a un satélite en órbita, mismo que funcionaría como una estación o puerto espacial. En la base, nos montamos a un ascensor que en cuestión de horas nos llevaría al negro vacío del espacio. Si bien actualmente nos tardamos unos doce minutos en hacerlo, los pasajeros que lo logran se llaman astronautas y son sometidos a un frenético y peligrosísimo viaje; aquí estamos ante una escalada más gentil.
Tamaña estructura solo ha sido manejada en la ficción, y seguramente lo será por un par de siglos dado que construir una edificación de más de 33000 metros equivaldría a un gigantesco esfuerzo para el cual aún no se cuenta con el conocimiento necesario, a diferencia de la novela en donde el Ingeniero en Jefe, Vannevar Morgan, ya había diseñado para el “Gobierno Mundial” un puente en el estrecho de Gilbratar y en donde el hombre podría controlar climas locales de manera que la estabilidad de la Torre no sea vea en lo posible comprometida por huracanes o tifones.
Morgan se ayuda de un hiperfilamento que lleva siempre una pequeña cantidad; se trata de un fino hilo de apenas átomos de ancho, un cristal de diamante continuo capaz de cargar 200 Kg, el cual se convierte en parte vital de la estructura. Un precursor lejano del mismo podría ser el acero amorfo, el cual dispone de una disposición molecular desordenada y soporta 20 veces más tracción que el acero común.
Aunque parezca curioso, la idea que popularizó Clarke (entre los aficionados a la ciencia ficción, al menos) fue planteada por primera vez por un ingeniero de Leningrado, Y.N. Artustanod, en un artículo publicado en 1960. Hoy en día es el tema de varios libros, tesis doctorales, talleres y concursos de ingeniería. ¿Quién sabe?, con suerte algún día, los estruendosos cohetes no se emplearán en nuestros cielos, sino que para llevar hombres al espacio profundo.