La visita, y para tal caso, los bien usados 28 dólares que cuesta la entrada, no terminan tras cruzar una de las varias salidas del portaaviones (ver parte 1), sino que al lado de este reposan otras dos complejos vehículos, uno súper famoso y el otro de fama modesta, es más, su éxito se basaba en no ser descubierto ni nombrado. Me refiero al Concorde y al submarino USS Growler.
Lamentablemente estaban cerradas las visitas al interior del Concorde, pero felizmente aún se puede recorrer su exterior con la misma facilidad con que lo haría un operador de mantenimiento preparándolo para el despegue.
El Concorde es un ave magnífica, de enormes y delgadas alas en forma triangular que se extienden a sus lados como una gran sábana. Su larga nariz, en donde se encuentra las ventanas de la cabina mirando un tanto hacia el piso, lo hace parecer que toma un descanso para reemprender el vuelo. Impresionante. Sin embargo, lo que más me sorprendió fue lo angosto que era y las pequeñísimas ventanillas por la que sus millonarios pasajeros podían asomarse. Estoy seguro que el fuselaje del Boeing 767 en el que llegamos a Nueva York parecería una botella al lado del lápiz formado por la maravilla franco-inglesa, y esto no es casual.
Los constructores del Concorde debieron superar, con la tecnología de los años 60, los enormes problemas que se presentan al llevar un avión de pasajeros a más de dos veces la velocidad del sonido. Por ejemplo, debido al enorme calor que se genera, el largo mismo de su estructura se dilata en pleno vuelo algunos centímetros. Así mismo, el volumen y el peso eran un problema constante, por ello si bien el interior podía ser lujoso, el espacio interno no abundaba. En cuanto a las ventanillas, los ingleses habían tenido recientemente problemas con el avión Comet, algunos explotaron por fallas estructurales debidas a sus grandes ventanales, y la historia no podía repetirse…
El Growler forma parte de la guerra silenciosa entre la Unión Soviética y los Estados Unidos bajo el mar. El pequeño espacio interior por donde se anda, y en el que su tripulación debía pasar varios meses, nos da idea del compromiso de estos con su país. El lugar no es para claustrofóbicos, y por más que la visita no dura más que unos veinte minutos, no es difícil imaginar la paciencia y fortaleza mental que todos debían tener a bordo para sobrevivir sin odiar la cercanía permanente de unos con los otros. Y es que se trata de un submarino con motor a diesel, mucho más pequeño que sus contrapartes nucleares.
Se pueden notar las enormes y pesadas puertas que separan las distintas secciones que componen el navío, la idea es que de haber alguna inundación pueda sellarse el comportamiento para no comprometer al resto (o sea, que el resto no se ahogue). Todas las aéreas son funcionales, salvo un pequeño salón con una mesa con juegos de mesa dibujados en ella (ajedrez, backgamon) y los pequeñísimos baños (bueno, si uno lleva revistas supongo que podría ser recreacional). Se ven los dos periscopios, cuarto de torpedos, de misiles, de sonar, camarotes con cuatro pisos de literas, el comedor y la cocina, todo ello increíblemente compactado.
Cuando uno comprende que el Growler llevaba misiles crucero Regulus (véase fotografía) capaces de cargar con bombas nucleares mayores a la que arrasó con Hiroshima o Nagasaki en la Segunda Guerra Mundial sorprende el poder de fuego a manos de los 97 hombres apretados a bordo.