Y mientras que, con mi mente elevada y en silencio,
he andado por la inviolable santidad del espacio,
he extendido mi mano, y he tocado la cara de Dios.
John Gillespie Magee, Jr.
Para una generación de escolares, aquel 28 de enero, marcó permanentemente nuestras memorias. La imagen de la majestuosa nave, abriéndose paso pesadamente, para luego convertirse en bruma blanca cayendo al mar, es imborrable. Sucedió en directo y a colores: siete viajeros espaciales, montados en una compleja máquina, desaparecieron en segundos ante nuestros ojos.
Por la rudeza y peligro del despegue, el transbordador espacial se asemeja a una mariposa posada en un cohete, sin embargo, a pesar de su fragilidad, los tripulantes no contaron con un medio de escape. La NASA llegó a considerarlo suficientemente seguro, como si cada vuelo fuera efectuado por una curiosa aerolínea y no por un vehículo que, hasta el día de hoy, es básicamente experimental.
El Challenger, y por extensión la flotilla a la que pertenecía, fueron vendidos al congreso con la falsa promesa de convertir los viajes a la última frontera en algo rutinario. Despegaría como las naves de antaño, orbitaría por varias semanas y aterrizaría como un avión (del tamaño de uno de pasajeros) en el desierto. ¡Algo más!, fue construido para visitar una enorme estación espacial, que no estuvo disponible hasta casi veinte años después.
El transbordador nunca funcionó como se suponía lo hiciera. Un ejemplo: imagine que compra un carro y que luego de usarlo, en vez de chequear las llantas y los niveles, debe desarmar casi por completo su motor y efectuar un planchado casi completo de la carrocería… así es el mantenimiento que deber recibir para cada viaje. Este es el sistema al que abordaron los siete aventureros, con dos factores añadidos: su institución estaba contra el tiempo debido a un calendario ajustado y su tolerancia a los riesgos era alta. Los resultados fueron fatales, una fuga de combustible en uno de los cohetes sólidos destruyó la nave matando a sus tripulantes.
La dirigencia americana, de luto y acongojada, convocó a distinguidos personajes a una comisión que incluía a Richard Feynman, Neil Armstrong y Sally Ryde. Investigaron lo ocurrido, en lo que hoy es un caso de estudio desde el punto de vista de seguridad en la ingeniería y la ética en el ambiente del trabajo. Pasarían muchos años para que otra tragedia, la del Columbia, nos recordase que, a pesar de los nuevos controles, ir al espacio es aún un negocio riesgoso.
Sin embargo, NASA nunca ha tenido escasez de voluntarios, ni las tragedias de este tipo menguaron el interés por cruzar los cielos. Muchos parecen coincidir con el astronauta Gus Grisson, “la conquista del espacio vale el riesgo de nuestras vidas”, para los astronautas del Challenger, esto fue promisorio.